He vuelto a escribir. El piso está frío como el hielo, y eso es particularmente raro por aquí, no parece gran cosa, no es como descubrir una isla perdida o tener un buen día de trabajo solo que al menos el piso está frío y mis pies descalzos saben que algo no debe andar bien en el mundo. Quería escribir un montón de cosas impresionantes pero, al final de un rato, todo parecía porquería de palomas así que mantuve presionado delete hasta que todo lo que parecía significar algo no fue más que espacio blanco en la pantalla, algo más tranquilo, más puro. La escritura se convierte en puñados de soledades, en puñados de confesiones impersonales para los momentos más duros, todo lo demás si no es así, todo lo que reste es basura pegada en el techo. Por eso es que hay tipos que se vuelven locos y se bañan en las fuentes de los parques. Una vez conocí un tipo que se intoxicaba de calles, escribía poemas y los regalaba a putas viejas, al final, decidió por su propio bien, largarse a otra parte sin rumbo fijo, como un animal apaleado, triste y adolorido que recorre las avenidas. Pero, no es eso a lo que me refería, es que mis conversaciones estilo libre no son lo que solían ser, porque cada retazo de pensamiento no es otra cosa que una buena patada en el culo que se extingue al instante. Como ver un western y saber que el malo huele a muerte desde el primer fotograma. Cariño mío, ya te he dicho, no tengo esa mirada James Dean que tanto podría gustarte, no tengo un descapotable ni recorro bonitas carreteras interestatales por el placer de sentir el sol en la cara y al viento desordenarme el pelo, no escribo canciones de amor para sentirme mejor, no entono esos estribillos delicados que hablan del crazy love, no soy Van Morrison, no soy un rockstar, en conclusión. Solo soy un chico de pueblo con insomnio. Solo tengo miedos para ti y una lata de cerveza en la nevera. Y quizá, muy a tu pesar, ya ni siquiera quede la lata de cerveza.
Imagen: Nadador