Hace unos días te vi en ese poderoso episodio final en que vas al restaurante con tu familia y todo va como quieres, como se espera de un tipo como tú, porque tú eres un tipo tremendo, pero que si te vieran con desparpajo no te entenderían o no entenderían el universo en el que te mueves. He vuelto a verte, querido y despreciable Tony Soprano, luego de más de diez años de ver ese corte a negro, y debo decirte que mi conmoción fue aún mayor. Quizá sea porque el gran James Gandolfini, que te interpreta, tendría unos treinta y ocho años al iniciar la primera temporada, y es justo la edad que yo tenía cuando comencé este nuevo visionado; recién he cumplido los treinta y nueve. O porque las cosas cambian según el espectador, o mejor, el espectador cambia y cada cosa es nueva con cada revisión. Y aquí estoy, tan perdido como tú en ese sofá de cuero donde sueles sentarte frente a la doctora Melfi, que en mi caso es un sofacama recién tapizado, buscando en la memoria algo que me explique por qué carajos sigo levantándome cada mañana. Viéndote, Tony, recuerdo esas miradas que lanzas cuando todo se derrumba alrededor, como si la única respuesta fuera tomar otro trago de whisky o ir al puticlub a mirar a las chicas. A veces me reconozco en tu hastío, en esa culpa que nunca dices en voz alta, pero que se cuela en las migrañas y en las noches sin sueño, donde solo te salvan el prozac y el valium. Dicen que eres un monstruo, y claro que lo eres, pero también eres ese hombre que mira patos en la piscina y siente que algo se le va, que el mundo se le escapa, de a poquitos, de las manos. Debo confesarte, Tony, que yo también paso horas viendo cosas que no entiendo, buscando algo que se parezca a la ternura y solo encuentro ruido de fondo, como ese “Don’t stop Believin’” que por un momento parece darnos esperanza, pero que enseguida nos machaca y nos recuerda que todo puede apagarse. Quizá la diferencia entre tú y yo, Tony, es que tú tienes claro qué clase de infierno es el tuyo, y yo sigo intentando ponerle nombre al mío. También que quizá me falte una novia rusa llamada Irina de veinticuatro años. Pero te miro y me siento menos solo, porque, carajo, Tony, somos campeones en eso de sortear la vida con las cartas que nos tocaron, y que no fueron las mejores. Tú, con todos tus mommy issues, y yo, con las carencias de un padre ido sin pesar. Tony, quizá, ojalá que no, te vea un día en la calle caminando como un T-Rex furioso y me toque cambiar de acera, o simplemente te vea en el Holsten’s para una última función y tú estés allí, echando miradas a todos lados como solo tú sabes hacerlo. Y quizá nos quede, ya es un delirio, la pantalla fundida en negro, sin épica, sin dramatismo, solo el dejarse ir. Así que, ya lo sabes, mi querido Tony, sigue mirando de frente y corta al escuchar la campanilla.
lunes, 7 de julio de 2025
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Llega un momento así para todos, y vienen las preguntas, es que no hay más? Todo esto para qué?
ResponderBorrarPero que importa!
Cómo siempre es un placer leerte.
Aurora Elena, esas preguntas siempre están presentes, solo que a veces parecen señales de neón.
BorrarGracias por pasarte por acá.
Va un abrazo.